ART LISBOA 09 (ART
LOUNGE). 2010. Acrílico sobre tela. 114 x 146 cm.
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Inside Job
Fernando Huici March
Con el paso de los años, he acabado por
convencerme de que, en rigor, lo que Teresa Moro hace en verdad, en verdad, es
pintar bodegones. Ya se que me dirán ustedes que lo que aparece en sus telas y
dibujos son, insistentemente, muebles; un tema, por otra parte, este de las
referencías mobiliarias, que compone una particular metáfora recurrente en la
iconografía de la plástica de nuestro tiempo. Pero, insisto, lo de Teresa Moro
es, como el jamón del film de Bigas Luna, bodegón bodegón, término este tan
castizo y propio de nuestra lengua que, sin duda, prefiero aquí a aquel otro
equivalente –que tiene su miga, no lo niego, en ciertos contextos– de
naturaleza muerta, que compartimos, para tales cuestiones, con los franceses.
Como preferiría igualmente, en todo caso, el término anglosajón de still-life, que cabe traducir literalmente
como vida detenida o en suspenso.
El bodegón, como es sabido, es un
género pictórico que toma como motivo un grupo de objetos, puestos juntos o en
relación en un mismo espacio, buscando obtener una determinada composición.
Pueden ser objetos bien humildes, al modo de los pucheros, cántaras de barro,
cardos o ristras de ajos, propios de la Escuela española más austera, como
suntuosos, al modo de las suculentas aves y sensuales frutos, las delicadas
copas de cristal tallado, y aún las áureas monedas, naipes, relojes, o el mudo
fragor de las armas de guerra e instrumentos musicales, tan al gusto del
esplendor alegórico de los maestros flamencos. Pero, al final, todo se reduce a
lo mismo. Una acumulación de objetos, dejados ahí, a su suerte, en un escenario
que excluye cualquier presencia humana. Justo lo mismo que ocurre con los
grupitos de butacas, mesitas y sillas de Teresa Moro, y, de forma cada vez más
evidente, con la progresiva indefinición de su entorno escénico, tal y como la
tendencia al uso de una cierta escala tiende a acentuar, lo que sin duda ayuda.
En fin, lo dicho, bodegones.
Es cierto, en todo caso, que algunas de
las tipologías de muebles que han determinado ciertas series de la artista
madrileña, quizás entre las más tempranas, apuntaban a la evocación de un nexo
autobiográfico –como aquellas que evocan muebles de la casa familiar o de la
suya propia, al igual que el repertorio de camas donde ha dormido– y que la
contemplación amorosa de ese microcosmos, entre candorosa e irónica, tendía en
origen a una dicción pictórica como de ilustración de cuento o dibujo animado
que, a la percepción antropomórfica que la artista ha solido atribuir a su
fauna mobiliaria,
venía
a sentarle, no me negarán, como anillo al dedo.
Pero aún así, con el tiempo, y a la par
que una sintaxis algo más realista y taxonómica, han ido imponiéndose en su
iconografía otras estirpes que remiten, por lo común, a un particular perfil de
enclaves cotidianos: cafeterías, espacios de espera, salas de actos,
aeropuertos, estructuras de cintas para ordenar colas... O, lo que es lo mismo,
lugares, por lo general de tránsito, que por su misma naturaleza, identidad y
uso funcional, tienden a enfatizar, más todavía con la ausencia manifiesta de
toda presencia humana, una elocuente resonancia simbólica de nuestra propia
condición fugaz. Idea, que su ciclo paralelo de contenedores y muebles
abandonados en la calle, a los que bautiza, con intención bien significativa,
como homeless,
no haría más que rubricar. Lo que los convierte en algo así como una versión “aggiornada”
de los emblemas de la vanidad, aquellas estampas que en la fragilidad de la
pompa de jabón y el temblor
de
la llama de la vela o en los objetos que escenifican la inane vanidad de los
avatares humanos, construyen un discurso trascendente al que, no en vano,
Charles Sterling venía a asimilar, en su significado profundo, a la estirpe
toda entera del bodegón.
Con todo, el ciclo de obras pintadas por Teresa Moro en el bienio
correspondiente a su condición de becaria de Endesa, y al que pertenece, como
es obvio, la selección de telas y papeles incorporada a esta muestra,
corresponde en lo esencial, en su perfil mobiliario, a un registro tan
particular como revelador. Como es común en la estrategia de trabajo de la
artista madrileña, los conjuntos representados se atienen fielmente a un modelo
fotográfico específico. Esto es, ni son muebles inventados ni composiciones recreadas
a partir de la integración de elementos de distinta procedencia documental. Se
trata por el contrario, cabría decir, de “escenarios encontrados” por la
pintora al azar del transcurso cotidiano o en sus viajes y, simplemente,
seleccionados en base al potencial significante que en ellos intuye y aislados
de su entorno en el mundo real. Pero resultan ser además, insistimos, en el
presente caso, conjuntos de carácter muy preciso.
Tal y como indican los títulos, su tema son esas mesitas rodeadas de distintos
tipos de asientos que nos acogen en el umbral de los stands en las ferias de
arte y, en concreto, para las obras aquí presentes, corresponden a modelos
vistos y fotografiados por Teresa Moro en stands reales de distintas ediciones
de Arco, de Arte Lisboa, del Armory Show, Scope Miami o Pulse NY. De entrada,
advertimos con ello que la artista ha situado, en esta ocasión, el foco de
atención, y de manera bien inequívoca, en el propio contexto profesional
asociado a la práctica artística. Pero, significativamente, no ha elegido el
tipo de enclave más clásico que remite, de forma implícita, a la intimidad del
proceso creativo, como ocurre con el estudio, ni a aquel otro que, al modo del
museo o la sala de exposición, apunta por el contrario, en su acepción más
amplia, a la difusión y percepción pública de la obra artística. Por el
contrario, dentro de la geografía de su ámbito natural, ha optado por un tipo
de paisaje bien revelador.
A
la par si se quiere que las grandes salas de subastas, las ferias, como es
notorio, son, en tanto que espacio simbólico, el escenario ritual por
excelencia del mercado artístico y, en consecuencia, el enclave donde la obra
de arte desnuda y exhibe, hasta el punto de tensión extrema, su condición de
mercancía. Y es justo en el limbo de esa suerte de acogedoras “salitas de
estar” que simulan ser, sin engañar realmente a nadie, en su aparente
inocencia, es donde se sitúa a la postre el vórtice efectivo en el cual, por
regla general, “se cuece de verdad el asunto”. Y digo “se cuece” con toda
intención, ya que, amén de ser el lugar donde se cierran los tratos, el
exquisito diseño que tienden a exhibir esas mesitas, sillas y butacas les da un
aire a la sofisticada pulsión escultórica que los grandes chefs a la moda
otorgan a la presentación de sus creaciones, redundando en la idea de que son
de nuevo bodegones, pero esta vez derivados de aquello que, no por casualidad,
han dado en llamar “la cocina del mercado”.
De ahí la extrañeza e intensa resonancia alegórica que adquieren esos
conjuntos despoblados de toda presencia humana, aislados de su entorno natural
y transmutados, como advertíamos, por la artista en una suerte de bodegones de
la gastronomía más “chic”. Y no es que sea un hecho insólito el toparse así,
sin sus “dramatis personae”, esos escenarios de acogida en los stands de las
ferias, circunstancia que suele ser habitual, ya sea hacia el final de las
jornadas de montaje o en la hora del almuerzo. Los profanos incluso suelen
pensar que ello anuncia la ocasión de poder contemplar a placer, sin
ser
molestados, las obras expuestas. Pero es justo lo contrario. Dado que, en
primer lugar, el personal que allí tiene su hábitat y territorio de caza, si no
es requerido, rara vez hace nada que pudiera asustar al ave incauta que acude
al reclamo del vistoso plumaje de las piezas. Y, mucho más aún, por la viva
sensación de que, en ausencia del cazador, hay algo finalmente perverso y
contra natura en acercarse a disfrutar de aquello que, les digan lo que les
digan, no está allí precisamente para ser contemplado. Dicho en cristiano:
hacerlo es abandonarse a la torpe autosatisfacción del “voyeur” y no seguir,
como dicta la ley natural, un impulso potencialmente productivo.
Aún así, en el acto de apropiación que establece Teresa Moro al
transformar tales escenarios vacantes en bodegón, la cosa
cobra
otro cariz alegórico, y a su manera bien fecundo. Ningún icono mejor, en ese
desamparo, para desvelar hasta qué punto tales eventos son, antes que nada,
como el clásico de Tackeray, “ferias de las vanidades”. Deslizando así el
discurso melancólico desde la predica habitual acerca de nuestra condición
fugaz –que, pese a todo, sigue soterradamente implícita– hacia una modulación
más intencionalmente centrada en el contexto de lo artístico, de lo que nos
hablan, más allá, de hecho, de la consabida futilidad de la fama, es, en rigor,
de cuanto afecta a su descarnado reverso tenebroso en términos contables.
Y, si me apuran, la coincidencia de la
ejecución de este ciclo de obras con un periodo en el que todo parece
confabularse para que lleguemos a añorar, a modo de paradójica Edad de Oro, los
tiempos de bonanza asociados a la estilizada y, a la postre, tan sabrosa
silueta de las vacas flacas, permite que una segunda clave de lectura, seguramente
inconsciente por parte de la artista, se desdoble. Lectura que, insistiendo en
la consabida clave del bodegón, vendría a proclamar que, también en la escena
espectral del arte –vayan tomando buena cuenta de ello– a esos ilusorios
manjares que siempre fueron, nadie, ni Carpanta redivivo, habrá nunca de volver
ni a soñar ya con hincarles el diente.